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Educación española: cara y mala

Juan Ramón Rallo - Martes, 16 de Septiembre

Es ampliamente reconocido y aceptado que la educación es una de las mejores inversiones —acaso la mejor— que puede efectuar el ciudadano medio a lo largo de su vida. La formación enriquece social y humanamente a las personas y les permite acceder a ocupaciones de mayor calidad y más altamente remuneradas. La provisión de educación, por consiguiente,constituye un elemento central dentro de nuestra organización social: un buen sistema educativo es capital para que una sociedad pueda prosperar y progresar.

Precisamente por esa capital importancia, algunos creemos que la educación debería ser enteramente provista dentro de un mercado libre y competitivo (acaso con alguna ayuda estatal de carácter subsidiario) que permita la experimentación descentralizada entre modelos curriculares y pedagógicos muy diversos. Ésa es justo la propuesta que efectúo en mi último libro Una revolución liberal para España.

Sin embargo, en la actualidad, el sector de la enseñanza se halla en gran medida provisto y regulado por el Estado. Y es que, por desgracia, la mayoría de la gente ha interiorizado que las áreas centrales de nuestras vidas deben estar en manos del Estado, como si ello garantizara una superior calidad o una más amplia accesibilidad: no es así y, de hecho, semejante autoengaño colectivo está siendo devastador para nuestra prosperidad, tal como pone de manifiesto el reciente informe de la OCDE Panorama de la Educación.

Un sistema educativo caro

Lo primero que se desprende del informe de la OCDE es que el sistema educativo español es caro: el gasto público por alumno en 2011 superaba tanto al de la OCDE como al de la UE-21. En concreto, el Estado español gastaba por alumno 9.285 dólares (en paridad de poder adquisitivo), frente a los 8.952 de la OCDE y a los 8.909 de la UE-21. Todavía peor: al poner en relación el gasto por alumno con la renta per cápita, nuestro país gasta relativamente más por alumno que Alemania, Finlandia o Francia y se halla prácticamente al nivel de Suecia.

Las razones de este sobrecoste educacional son variadas: la ratio de alumnos por profesor es de las más bajas de la OCDE (10,6 alumnos por profesor en la primera etapa de Secundaria frente a los 13,5 de la OCDE, o 9,9 en la segunda etapa de Secundaria frente a los 13,8 de la OCDE); la media de alumnos por aula también es inferior a la OCDE y a la UE-21 cuando la corregimos por el número de grupos que la utilizan (13,3 en Primaria y 15,7 en Secundaria, frente a 15,6 y 17,8 en la OCDE); la escolarización infantil es una de las más elevadas del mundo (30,7% para niños de hasta dos años, frente al 3,8% de la OCDE; 96,1% para niños de entre 3-4 años, frente al 76,2% de la OCDE); y los profesores españoles están entre los mejor remunerados de la OCDE, tanto en términos absolutos (la retribución inicial en Primaria es de 36.268 dólares y en Secundaria de 40.767 dólares, frente a los 29.411 y 32.255 de la OCDE) como relativos (los salarios de los profesores de Primera y Secundaria son en España un 20% y un 35% más altos que los de trabajadores con un nivel de formación similar, mientras que en la OCDE son un 15% y un 8% más bajos), pese a que sus horas de trabajo (que no de enseñanza) son menores que la media de la OCDE.

La educación pública es cara, sí, ¿pero al menos es buena? ¿Ofrece resultados medianamente aceptables a quienes se sumergen en ella? Tampoco.

Un sistema educativo deficiente

Más allá de la formación humana y moral (que no necesariamente tiene que proporcionar el sistema educativo, sino la familia y el resto de la sociedad), está claro que un sistema educativo debe orientarse a lograr personas empleables (por cuenta propia o ajena) y bien pagadas.

En este sentido, el sistema educativo español es un completo fiasco: la tasa de paro entre los titulados universitarios (o equivalente) es del 14%, mientras que la tasa de empleo es del 77%. En la OCDE, la tasa de paro es del 5% y la de empleo del 83%; de hecho, sólo Grecia está algo por que nosotros.

La cosa no cambia cuando en lugar de la empleabilidad de nuestros estudiantes medimos su premio salarial, es decir, la remuneración adicional que percibe un titulado universitario frente a un trabajador que solamente ha completado los estudios de Secundaria: mientras que el premio salarial de la OCDE y de la UE-21 es del 59% (como media, un graduado universitario cobra un 59% más que quienes han completado la Secundaria), en España es del 41%, uno de los más bajos del mundo.

En suma: nuestro muy caro sistema educativo ni genera estudiantes empleables (un 14% quiere trabajar y no puede) ni estudiantes empleables y altamente productivos (el premio salarial es de los más bajos de la OCDE). Acaso pueda aducirse en defensa de nuestro sistema educativo que en términos relativos sí facilita la contratación: en efecto, la tasa de paro entre los titulados universitarios es del 14%, pero entre quienes sólo tienen un título de Secundaria es del 22%, y entre quienes apenas han conseguido un título de Primaria, del 31%. Parecería, pues, que estudiar sí sirve y que el 14% de paro universitario está más vinculado con la crisis económica que con la mala formación recibida por nuestros estudiantes.

Sin embargo, conviene interpretar estas cifras con cuidado. Un título universitario puede facilitar la empleabilidad por dos motivos: o bien porque le proporciona al estudiante una buena formación que le capacidad para generar una riqueza que antes no podía generar (mejora su capital humano); o bien porque es un mecanismo barato para señalizar que el estudiante es un tipo formal, aplicado y disciplinado (mejora su capacidad de señalizar). La inversión en educación para mejorar el capital humano está plenamente justificada; la inversión en señalización, en cambio, es mucho más discutible: cuantos más estudiantes emplean una señal, menos relevante se va volviendo esa señal y más necesario va siendo seguir avanzando en etapas formativas que no sirven para nada salvo para diferenciarse del resto de estudiantes.

Así las cosas, ¿la empleabilidad que facilita el sistema educativo español es porque incrementa la capacidad de generación de riqueza del estudiante o porque aumenta su capacidad para señalizar? Aunque conviven ambas influencias, diversos indicadores parecen indicar que la señalización prevalece sobre el capital humano.

Primero, por la prima salarial: si no se paga mucho más al universitario que el titulado en Secundaria es que su capacidad de generación de riqueza de ambos no difiere demasiado. Segundo, porque la empleabilidad y el nivel salarial parecen estar más correlacionados con el grado de comprensión lectora y de matemáticas (medidos según el PIACC) que con la titulación (es decir, el título parece emplearse como proxy para detectar estas habilidades básicas). Y tercero, porque España es el país de Europa con más universitarios sobrecualificados en relación con su puesto de trabajo: el 38%; circunstancia que pone de manifiesto que el título no es importante por la formación que proporciona (casi el 40% no necesitan esa formación para hacer lo que hacen), sino como una criba inicial en la selección de personal que le economiza al empresario costes de transacción.

Un sistema educativo que socializa las pérdidas

Llegados a este punto, la conclusión debería ser obvia: la educación en España es cara y poco útil. Por consiguiente, la inversión en educación acometida por el sector público debería estar siendo ruinosa. Pero, extrañamente, la OCDE no llega a esta conclusión: el Valor Actual Neto (ingresos menos costes descontados a presente) de la inversión en educación es positiva tanto para el estudiante como para el Estado. Así, por ejemplo, las ganancias netas que obtiene un titulado universitario por haber cursado sus estudios son de 120.546 dólares (el valor presente de la diferencia entre los sobresueldos que percibe merced al título y los costes en que ha incurrido para lograrlo), mientras que el Estado obtiene por titulado universitario un retorno positivo de 28.735 dólares (el valor presente de la diferencia entre los ingresos fiscales extraordinarios que percibe de los titulados universitarios y los costes en formarlos).

Parecería que, pese a todo, la educación estatal está siendo un negocio redondo para los españoles, e incluso para el Estado. Pero no. Las cifras que proporciona la OCDE tienen una trampa: no tienen en cuenta el fracaso escolar. Es decir, la OCDE únicamente computa las ganancias derivadas de las inversiones exitosas, omitiendo las pérdidas de las inversiones fallidas. Sería como un inversor en bolsa que dijera que saca un retorno del 50% anual por el hecho de que una de sus inversiones aumente un 50%, cuando el resto arrojan pérdidas gigantescas.

Si incluimos el fracaso escolar en la ecuación, entonces la imagen cambia muy sustancialmente. La propia OCDE nos remite a un reciente informe de Ángel de la Fuente y Juan Francisco Jimeno donde se alcanzan unos conclusiones deprimentes: la tasa de retorno media para el estudiante por sus años de enseñanza es de apenas el 5% anual (en algunas autonomías, como Andalucía, inferior al 3,5% anual), esto es, prácticamente lo mismo que comprar una emisión de deuda pública en tiempos normales y cruzarse de brazos. Mucho peor, empero, es el retorno que obtiene el sector público: el Estado apenas recupera cada año en impuestos el 7,4% de lo que invierte en cada estudiante (es decir,deja de recuperar el 92,6%).

Los contribuyentes españoles, por tanto, se ven forzados a financiar un sistema educativo caro y de mala calidad: soportan sobre sus hombros los elevadísimos costes de los estudiantes fracasados (socialización de pérdidas), contribuyen a incrementar escasamente los salarios de los estudiantes exitosos (privatización de beneficios) y, eso sí, sufragan salarios desproporcionadamente altos entre el profesorado (captura burocrática). A esto nos ha abocado la financiación y la regulación estatal de la educación: y lo más triste de todo es que hemos terminado interiorizándolo como un irrenunciable logro social.

El informe de la OCDE debería agitar las conciencias de los españoles e incentivar una profunda reflexión sobre nuestro modelo de educación. No estoy sugiriendo que necesariamente debamos gastar menos en educación o que deba haber menos gente estudiando de la que actualmente hay. Nótese que he comenzado el artículo remarcando la importancia central de la educación en nuestras sociedades modernas. Mi crítica no se dirige contra la inversión en educación, sino contra el control estatal de esa inversión. En la actualidad estamos gastando mucho y muy mal en educación: no sé si hace falta gastar menos (o más), pero sí que tenemos que gastar mucho mejor. Y la manera de gastar mejor no es seguir entregándoles coactivamente nuestro dinero a unos burócratas que lo gestionarán en su propio beneficio, sino convertir a padres y a estudiantes en los protagonistas de su propia educación en un entorno de competencia e innovación de modelos de enseñanza.

Es decir, la mejor manera de mejorar la educación es privatizándola y liberalizándola. No es que no pueda mejorarse el sistema de educación estatal (otros países de nuestro entorno disponen de sistemas públicos mejor que el nuestro): es que maximizaremos nuestras probabilidades de éxito si alineamos todos los incentivos adecuadamente. Y ese alineamiento se consigue haciendo que el Estado le devuelva a la sociedad aquello que nunca debió arrebatarle: la libertad para gestionar su propia educación.




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