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La corrupción es fruto de una profunda crisis de valores

Carlos Montero - Lunes, 22 de Mayo

La corrupción, en todos sus ámbitos, es un problema que asola nuestro país a niveles difícilmente imaginables hace unos años. Cada mañana nos levantamos con noticias sobre un nuevo caso de corrupción, que principalmente se centran en el partido del gobierno, pero que no ha sido ajeno a otros partidos cuando a su vez han ostentado el gobierno. La ciudadanía cada vez es más sensible a estas noticias, y el castigo electoral cada vez mayor.

Para que la corrupción se haya extendido tanto, durante tanto tiempo y con tanta impunidad, ha sido necesaria la confluencia de diversos factores: Mecanismos de control insuficientes, afluencia de dinero en negocios mal regulados, intervención de organismos públicos en sectores de crecimiento, unos principios morales cuestionables, entre otros.

Es en este último punto en el que centraremos nuestro artículo de hoy. El economista Ricardo Homs realiza una interesante reflexión sobre el papel de las relaciones personales en el problema de la corrupción. Resumamos y comentemos esa reflexión:

El problema de la corrupción y la falta de justicia, en todos los ámbitos, está atrapado en un tema humano, más que jurídico.

Es fácil identificar cuando alguien está actuando mal, e incluso cometiendo un delito. El problema para quien tiene la responsabilidad de sancionar o castigar, porque está jerárquicamente arriba del infractor o quien comete el delito, es deslindar los compromisos de amistad, afecto o incluso compromisos morales, para entonces proceder en su contra. Por eso los funcionarios corruptos terminan siendo solapados por sus jefes.

La amistad como un valor humano, está muy por encima del deber y la responsabilidad. Este es el conflicto real cuando se quiere combatir la corrupción y el delito, del tamaño que éste sea.

La conciencia y la razón fría a todos nos indican cuando alguien cercano a nuestro afecto cometió un delito, pero nuestras emociones se resisten a aceptarlo y entonces ponemos oídos atentos y crédulos a cualquier argumento a favor del inculpado, para exonerarlo.

Por ello se manifiesta el cinismo que hoy se hace patente cuando con todas las evidencias de corrupción o injusticias en contra de un funcionario público, el aparato gubernamental se niega a proceder contra él.

Peor aún si se trata de familiares o amigos cercanos de alguien poderoso.

Del mismo modo que una madre siempre arropará y solapará a un hijo, independientemente de la gravedad de la aberración que cometa, nunca un familiar o un amigo entregará a la justicia a un delincuente a no ser que estén seriamente enemistados. Es más, siempre le ayudará a evadir la justicia. Siempre le dará el beneficio de la duda, o el favor de una nueva oportunidad de rectificar el camino. Los mecanismos de justificación son tan variados como lo sea la complejidad del caso.

Este problema humano no respeta ni estructuras ni niveles jerárquicos o educativos.

Incluso, en las instituciones religiosas se da el mismo caso cuando se descubren casos de pederastia. El afecto por el infractor se transforma en un voto de confianza y la presunción de que el acusador esté mintiendo.

Esta circunstancia humana hace imposible fincar responsabilidades a los funcionarios públicos corruptos, pues mientras haya forma de protegerles, sus amigos y superiores jerárquicos lo harán.

Que la sociedad esté más vigilante y denuncie prácticas delictivas seguramente ayuda a combatir la corrupción, pero no es suficiente. Sólo los grandes fraudes dejan pistas.

Sin embargo, la corrupción hormiga, igual que la extorsión y el cobro de piso, son invisibles y es la que tiene un impacto social demoledor, pues socava los valores morales de la colectividad.

Una solución debe ser incrementar los controles administrativos, para así combatir la corrupción. Sin embargo, esto generaría mayor burocratismo que el que ya tenemos.

Lo solución visible que nos queda es fomentar los valores sociales, para que nos volvamos realmente intolerantes frente a la corrupción.

Sin embargo, un cambio tan drástico y profundo, que debe provenir de mecanismos inconscientes, no se logrará con campañitas de TV que apelan a los razonamientos, como las que hoy vemos por TV y escuchamos en radio.

Para lograr efectividad en un mundo como el de hoy, saturado de mensajes, se requiere utilizar técnicas conductuales muy profundas, que impacten el subconsciente. Para ello es necesario generar en quienes realizan las campañas de comunicación gubernamental, conciencia de que es necesario profesionalizar esta actividad, pues la conducta de la gente de hoy ya no se puede impactar con creatividad, ideas novedosas y apelaciones inocentes y bien intencionadas.

Estamos frente a una profunda crisis de valores y las soluciones para generar cambios de actitudes colectivas deben provenir de estrategias muy profesionales.




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