La moneda siempre ha sido -al menos hasta ahora- uno de los escasos signos de identidad por todos aceptado. En el pasado, la máxima aspiración de un gobernante era que su efigie apareciese en una moneda, y cuanto mayor fuese el valor facial de ésta, mucho mejor. Aquellos señores -no había señoras- que tras la guerra concluyeron que la economía era el camino para que Europa dejase de pelearse, pensaron -acertadamente- que Europa debía tener una moneda única. Europa ha tardado *bastante en tenerla pero, al igual que entonces, hoy, en lo monetario, Europa juega en segunda división.
Y en esto estamos.
De aquel 45% dedicado a agricultura se ha pasado al 40%, a pesar de que la agricultura tan sólo genera el 2% del PIB europeo y de que el sector agrario tan sólo ocupa al 5% de la población activa de la Unión. Tanto Francia como los demás que reciben dineros agrarios -el 24% de la renta del agro procede de fondos europeos- quieren seguir recibiéndolos y a la vez, el Reino Unido continúa diciendo que su cheque, ni mentarlo, o, si se menta, hay que mentar también todos los dineros que en Europa se reparten.
Varios miembros del club europeo, y España más que otros, han estado recibiendo fondos de cohesión durante bastantes años -veinte-, pero esas transferencias van a acabarse. España, en términos medios, ha estado recibiendo de Europa el 0,9% de su PIB -en el 2002, casi el 1,3%- y los contribuyentes netos han dicho que ya está bien, porque ellos también tienen problemas en su casa, porque a los que pagan les interesa más que los nuevos que han entrado reciban sus dineros y porque ya están cansados de dar tanto. El problema es que los que reciben ahora necesitan seguir recibiéndolo.
Santiago Niño Becerra. Catedrático de Estructura Económica. Facultad de Economía IQS. Universidad Ramon Llull.
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