Hipocresía (con todas las letras)
Santiago Niño Becerra - Jueves, 07 de FebreroConocerán la noticia: el Departamento de Justicia de USA va a poner en marcha una macrodenuncia contra Standard & Poor’s. Supongo que su base será la de maquinación (no creo que se llegue a ‘conspiración’) para alterar artificialmente el precio de las cosas, en este caso los activos financieros que la agencia calificaba.
El título que encabeza el texto de hoy ni es exagerado, ni es agresivo, es real. Y es repugnante que sigan utilizándose procedimientos como este contra S&P, y lo es más en un país que se precia de ser una de las cunas de la moderna democracia. Este hecho recuerda otro que tuvo lugar en los finales de la Guerra Civil que en ese país tuvo lugar y que un film cuenta muy bien: “The Conspirator” (Robert Redford, 2010). Uno tiende a pensar que cosas como esas ya no pasan, pero parece que sí.
Ya lo hemos comentado otras veces; vamos otra más. Tras el cataplum de la burbuja puntocom y con el modelo ya prácticamente agotado, había que poner en marcha algo que hiciese reanudar el crecimiento, pero de forma potente, exponencial, salvaje. Tenía que ser un procedimiento que catapultase las cifras de negocio hasta niveles nunca vistos, que generase en los mercados una orgia de transacciones que disparase los beneficios y ganancias y que extendiese hasta el último rincón la euforia. Y se encontró en forma de unos activos empaquetados en los que podía encontrarse absolutamente de todo, incluso la mierda más hedionda.
Claro que para que esos activos circulasen tenían que cumplir dos condiciones: quienes los compraban (para volver a venderlos inmediatamente), 1) tenían que saber que eran seguros y 2) tenían que saber que eran valiosos. Fíjense en que no tenían que saber que eran buenos, eso a nadie le importaba un bledo. Para lo primero se rescató un instrumento de la Depresión usado por los ayuntamientos para colocar la escasa deuda que emitían: los CDSs; para lo segundo se utilizaron a las agencias de calificación.
El papel de las agencias era muy simple: debían decir que algo que alguien vendía era valioso porque alguien que lo compraba precisaba saber que lo era ya que a continuación iba a vendérselo a otro, que a su vez precisaba saber que valía mucho porque quien se lo iba a comprar necesitaba saber que mucho valía. Si el activo empaquetado, valorado, vendido y comprado era en sí mismo valioso, o no, ¡A NADIE LE IMPORTABA!. Lo único importante era tener un papel el que estuviesen impresas tres Aes. Na-da-más.
¿‘¡Qué horror!’ dicen Uds.?. ¡Qué va!. El objetivo estaba en hacer negocio, porque el negocio era sinónimo de crecimiento, de auge, y todo el mundo quiso participar de aquel auge, y quien más quería que aquel auge continuase, continuase y continuase eran las mismas autoridades financieras y los mismísimos Gobiernos. Aunque todos los responsables de los departamentos regulatorios del planeta me jurasen sobre una Biblia del siglo XIV que no sabían nada en absoluto de aquel proceso no me lo creería; ¿por qué?, pues porque no hacía falta más que ver la evolución de la deuda primada: era demencial.
Pienso que ese modo de hacer fue conocido, permitido, incluso animado por Gobiernos y Bancos Centrales, ¿por qué?, pues porque era el único modo de continuar creciendo, ¡el único!, y el mundo tenía que continuar yendo bien, y proceder de ese modo era el único modo de que continuase yendo bien. Por ello el título de hoy.
Cuando son millones las personas y familias -votantes potenciales- arruinadas como consecuencia directa o indirecta de esos activos, cuando las fuentes del crédito están secas o con un hilillo de bits manando de ellas, cuando la capacidad de endeudamiento está agotada, cuando el desempleo crece y cuando la única salida es añadir deuda a una deuda que no se puede pagar, hay que buscar responsables para mostrar al pueblo que sus gobernantes velan por su seguridad. Responsables, es decir, culpables; víctimas propiciatorias en este caso. Porque, ¿quién demonios va a sentir lástima por esos cabrones de Standard & Poor’s?.
La verdad siempre se halla detrás de un muro muy alto. Si las agencias no hubiesen existido o hubiesen elaborado sus informes con extrema prudencia, parquedad y morigeración, el mundo no hubiese crecido como creció y su población no hubiese sido tan feliz como fue. Esa es la puta realidad: gracias a las agencias el mundo fue bien, aunque ahora se maldiga lo bien que fue y se reniegue de ello.
¿Por qué, si tanto se busca la justicia, no se llega hasta el más negro fondo para investigar si las autoridades financieras sabían y toleraron aquel marasmo?. Porque podrían salir cosas muy feas y muchos nombres de muy arriba implicados en el tinglado, ¿verdad?. Al margen de que una de las cosas que más le cuesta asumir a la especie humana es el hecho de que los lodos actuales proceden de los polvos pasados, sobre todo si aquellos polvos fueron inevitables para construir lo que se construyó.
En cualquier caso, de algo sí fueron responsables las agencias. Escribir en un mail “Ponemos nota a cualquier cosa. Puede estar estructurado hasta por vacas y lo calificaremos igualmente”, como escribió un empleado de S&P (El País 06.02.2013, Pág. 22) es de una prepotencia descerebrada de tal calibre que se sale de escala. Había que hacerlo, vale, ¡pero cállate!; y mails como esos parece que los hay a toneladas. Y curiosamente va a ser la prueba con la que van a empapelar a la agencia. ¿Saben por qué va ser esa la prueba fundamental?, ¡pues porque no hay ninguna otra!. Calculen como está el patio.
Santiago Niño-Becerra. Catedrático de Estructura Económica. IQS School of Management. Universidad Ramon Llull.
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